3/23/2014

La Modernidad el paso de la montaña.

La Ilustración se refiere aun movimiento de ideas que se originó, en opinión de algunos historiadores a partir del siglo XV (Mestre Sanchis, 2008), pero que se desarrolló, fundamentalmente, en el siglo XVIII, toma cuerpo en la Inglaterra de Hobbes (1999) y de Locke (1999), Holanda que recibió a Descartes (2003) que huye de Francia tras suspender la publicación de su “Tratado del Mundo”, y Suiza que recibe las enseñanzas de Locke (Trevor-Roper, 2009).
Pasa de allí a Francia, después a Alemania y posteriormente al resto de Europa (Pacheco, 1975). El término Ilustración, con su característico fondo de lucha y acción de la luz contra las tinieblas, se deriva precisamente de esa búsqueda de la luz, y es una traducción del alemán “die Aufklärung” que significa clarificación, dilucidación (Bobbio, Manteucci, & Pasquino, 2000), pero con los mismos matices se extiende por Europa como “The Enlightenment”, “Las Luces”, “L’Illuminazione”, “as Luzes”, palabras todas que se refieren a una misma rtealidad, pero con matices distintivos.Efectivamente, los distintos países por los que se extiende, tienen diferentes niveles económicos, sociales y culturales, limitando el desarrollo del sistema de ideas y valores que constituye su base (León Sanz, 1989).
Una característica fundamental de la Ilustración es el rechazo progresivo de los valores culturales del Antiguo Régimen y una firme creencia en que su sustitución por otros más acordes a la razón, para la que no hay límites ni problemas insolubles, lo que se lograría mediante la educación que ilustraría al hombre, haciéndole abandonar su culpable incapacidad (Kant, 1989).  Como establece Zymunt Bauman (2002;16-17):
“Con la aceleración del ritmo de cambios, año tras año, el mundo cada vez se parecía menos a Dios, es decir, cada vez era menos eterno, menos impermeable y menos intratable. En vez de ello, asumía una forma más y más humana, convirtiéndose, a «imagen del hombre», en proteico, veleidoso y titilante, caprichoso y lleno de sorpresas.
De todas formas, el asunto iba más allá: el rápido ritmo de cambio revelaba la temporalidad de todos los arreglos mundanos, y la temporalidad es un rasgo de la existencia humana, no de la divina. Lo que pocas generaciones antes había parecido una creación divina, un veredicto inapelable ante cualquier tribunal terreno, pasó entonces a ser sospechoso de esconder la tozuda huella de las empresas humanas, que, tanto si son correctas como si no, siempre resultan mortales y revocables. Y, si la impresión no era engañosa, el mundo y la gente que lo habitaba se podían contemplar como una tarea más que como algo dado e inalterable., Dependiendo de cómo la gente la abordara, esa tarea se podía llevar a cabo de manera más o menos satisfactoria. Se podía hacer una chapuza o se podía hacer bien, en beneficio de la felicidad, la seguridad y el sentido de la vida humana. Para garantizar el éxito y evitar el fracaso, era necesario empezar por un cuidadoso inventario de los recursos humanos: ¿qué podía hacer la gente, estirando al máximo sus facultades cognitivas, su capacidad lógica y su determinación?”
La configuración moderna del significado de cultura, pese a que ya se observan indicios y elementos constituyentes del concepto en los inicios del siglo, se posterga en el tiempo hasta el tercer cuarto del siglo XVIII, como se observa en los países que, desde los criterios básicos de la Ilustración, inician la modernidad. En opinión de Bauman (2001; 162):
“La noción de cultura, nacida y configurada en el tercer cuarto del siglo XVIII (en los fundamentales años que Kosseleck ha denominado “el paso de montaña”, cuando nacieron también la filosofía de la historia, la antropología y la estética, todas al unísono para redisponer la visión del mundo en torno a las ideas y las actividades humanas), en los países que en aquel momento se encontraban en el umbral de la modernidad, no fue una excepción a esa regla general. Destinada a una carrera universal fue, sin embargo, concebida a partir de la experiencia particular de unas gentes particulares que vivieron en tiempos particulares.
La Ilustración fue un movimiento cultural de elite, desarrollado por la burguesía y, este grupo humano impulsa con extraordinario vigor en todos aquellos países la imperiosa necesidad de realizar un esfuerzo educador, civilizador, formador, un proceso de enculturación (Bauman 2001; 162):
“El francés civilisation, el alemán bildung, el inglés refinement (las tres corrientes discursivas destinadas a fluir unidas hacia el lecho fluvial del discurso cultural supranacional) eran nombres de actividades (y actividades intencionadas por lo demás). Informaban sobre lo que se ha hecho y lo que se debería hacer o se hará: hablaban de un esfuerzo civilizador, de educación, mejora moral o ennoblecimiento del gusto. Los tres términos transmitían, el sentido de ansiedad y la necesidad de hacer algo sobre sus causas”
La intervención se convierte en necesaria, si no lo hacemos, si no actuamos el mundo se convertirá en un lugar insoportable, donde si permitimos que las persones actúen dejadas a su libre albedrío presenciaremos actuaciones brutales, debemos pues, utilizar nuestra razón y  nuestra voluntad, generando, mediante el recurso a nuestra “auctoritas”[1] unos procedimientos adecuados que permitan el aprendizaje de todos y un progreso generalizado, en el sentido de avance desde peores a mejores condiciones. Esta formación, o el saber que la sustenta, encuentran en la cultura el elemento diferenciador que conceptúa como buenos o malos los enunciados o las actuaciones. Serán buenos en cuanto se ajusten a los criterios socialmente aceptados en ese entorno. Esta forma de legitimación se obtiene por el consenso social, y este consenso que permite diferenciar a quien sabe y a quien no sabe (el ajeno, el extranjero, el otro) es lo que constituye la cultura de un pueblo. Este criterio educativo, la”civilisation” o el “bildung” va ocupando, utilizando el término antropológico de enculturación, el “gabinete vacío”, en expresión de Locke (citado en Harris; 1993, p. 9). No existen ideas innatas, ni principios lógicos abstractos, ni normas morales de conducta. La filosofía empirista se caracterizó como afirman Castro Nogueira et alii (2005; 366) por defender la “primacía de la experiencia en el conocimiento”.
Los humanos nacemos, según lo que se conoce como el principio empirista, carentes de todo conocimiento. Nuestro saber es, por tanto, resultado de una labor de aprendizaje desde la experiencia sensible (Castro Nogueira et alii (2005; 366/367):
“La mente humana alberga dos clases de contenido esenciales: por una parte, las impresiones frescas, intensas y vivaces que proceden de nuestros sentidos a través de la percepción directa, y por otra, las ideas que proceden de la introspección y que permiten formar ideas acerca de operaciones tales como sentir, pensar, desear, etc. [...]. Por otra parte, el empirismo proveía al conocimiento de sentido común y al conocimiento filosófico-científico de un criterio demarcacionista: todo aquello que no pueda ser retrotraído a la experiencia sensible debe ser tenido por un mero ejercicio especulativo y desposeído de sus pretensiones cognoscitivas.”
Se propugna una división natural de la sociedad entre incultos y cultos, entre aquellos que debían realizar las labores cotidianas de la vida, los artesanos, aquellos que realizan su trabajo de forma manual, y quienes se entregaban al estudio, al cultivo del espíritu. Hasta tal punto que, la Ilustración alemana, eran posibles dos Ilustraciones, una para hombres vulgares, ilustrados por el oficio, y la de quienes se ilustraban por las artes y las ciencias. Este hecho, denunciado como antagonismo entre los artistas, los pensadores, los científicos y los poetas y los hombres que trabajan con sus manos. Un nuevo antagonismo que configura la fragmentación del hombre y de la sociedad, la división que se crea entre hombre y ciudadano, y sus resultados (Marchán Fiz, 1987):
Las desavenencias entre ambos, consagradas por la Revolución Francesa en los derechos de L´homme y del citoyen de 1789, determinan la formación de la teoría del estado y del poder político, atraviesan la ética burguesa.
Tonnies (citado en REIS abril junio del 93, p.32 Ignacio Sánchez de la Yncera) nos habla de la tendencia polarizadora, del contraste entre la unidad de la cultura tradicional medieval, de carácter religioso, y las diversas tendencias culturales, expresadas muchas veces en lo político, de las sociedades ilustradas.
En síntesis, en la concepción ilustrada la civilización europea propicia la oposición entre naturaleza y cultura pueblos cultos e "incultos", por lo tanto el viejo continente era la cuna de la cultura y de la civilización, considerando algunos pueblos más desarrollados que otros, en tanto que los otros pueblos con catalogados y etiquetas como atrasados e inclusive como bárbaros o salvajes. Spengler (1993; 164) afirma:
“Entre las dos posibles imágenes del mundo, en la historia y en la naturaleza, en la fisonomía de todo el producirse y en el sistema de todo lo producido, imperan, pues, el sino o la causalidad. Existe entre ellos la misma diferencia que entre el sentimiento vital y el conocimiento. Cada uno es el punto de partida de un mundo perfecto, concluso, pero que no es el único posible”.
Este entramado trasluce una idea universal, pero con un modelo único de conducta: vivir en un continuo aprendizaje de normas culturales que configuran una serie de de deberes que, al fijar nuestro concepto de “vida buena” nos protegerán del caos. Por tanto el objetivo fundamental de la cultura era establecerse como un sistema donde todos los elementos que lo constituyen tienen una función que cumplir y encajan en un engranaje perfecto. La sociedad moderna, ilustrada, fue la única que se contempló a sí misma como empresa de la civilización y actuó de acuerdo a tal idea.
Esa empresa civilizadora estaba profundamente impregnada de lo que denominan Castro Nogueira et alii (2055; 368) interés emancipatorio:
"Por interés emancipatorio nos referimos a cierta condición estructural del saber en virtud de la cual es sostenible la creencia en que la reflexión racional, científica, crítica y desveladora, no sólo permite al hombre acceder a una comprensión superior del mundo, mostrándole  las fuerzas causales que se ocultan tras la realidad meramente fenoménica y capacitándole para dominar su entorno, sino también  transformar la realidad por medio del conocimiento (auto)critico. Las tesis emancipatorias, típicamente ilustradas, entienden que es a través del conocimiento en general y especialmente a través del conocimiento científico -entendido como conocimiento crítico y desocultador de la apariencia común y engañosa de las cosas- como el hombre puede vencer aquellas formas de dominación enmascaradas en la falsa apariencia y anidadas en el individuo bajo las formas de la falsa conciencia, el autoengaño, la ideología, el prejuicio, etc. Este interés emancipatorio podría ser objeto de una larga historia de las ideas desde la antigüedad a nuestros días; sin embargo, la Ilustración representa el momento histórico en que, al fraguar algunos de los cimientos de las incipientes ciencias sociales, el interés emancipatorio se incorporó al mismo núcleo del pensamiento social. El proyecto ilustrado, racionalista y liberador, se desarrolló en varias direcciones y encontró en los siglos XIX y XX sus formulaciones más relevantes e influyentes. No podemos representar esta trayectoria con detalle. El proyecto emancipatorio fusionó conocimiento y (auto)liberación y entendió que no puede haber verdadero conocimiento sin que éste desoculte y remueva los obstáculos de una vida mejor, no sólo más capaz de explicar y dominar la realidad, sino también más humana, más justa, más autoconsciente y autodeterminada."
Estos contenidos del concepto se mantuvieron estables durante un tiempo relativamente largo y quizás, si observamos algunas actitudes con el soporte ideológico que conllevan, sigan vigentes. El modelo único de conducta que podemos definir, siguiendo a Bauman, como “concepto jerárquico de cultura” establecía que la satisfacción de las necesidades humanas sólo se podía conseguir de una forma; la historia de la humanidad es la historia de ese progreso y por tanto el término cultura sólo podía ser utilizado en singular. El fin de la historia argumentado por Fukuyama (1994), aunque matizado después, puede constituir un claro ejemplo de la vigencia del concepto jerárquico de cultura, estructurado desde el modelo liberal de democracia formal y que debe ser exportado a todos los países.
Pero no podemos olvidar que la construcción del concepto de cultura se gestiona en base a la pérdida del orden permanente fijado por Dios, sustituyéndolo por una nueva visión filosófica que entiende el mundo como una creación del hombre. En palabras de Carroll (citado por Bauman; 2002, Pág. 17):
“[…] intentaba reemplazar a Dios con el hombre, poner al hombre en el centro del universo. […] Su ambición era hallar un orden humano en la tierra, un orden en el que prevalecieran la libertad y la felicidad, sin apoyos trascendentales ni sobrenaturales, un orden enteramente humano. Pero si el individuo humano tenía que convertirse en el punto fijo del universo, necesitaba tener algún sitio sobre el que permanecer sin que se tambaleara bajo sus pies.”
Pero esa articulación de un orden permanente tenía, además del orden fijado por Dios, sólidos cimientos en Aristóteles. Cada forma, cada categoría social establece una lucha por su perfección, lo que implica movimiento, pero no se admitía el cambio de categoría. Se consideraba buena la transmisión vertical de rasgos a lo largo de la escala temporal y el mantenimiento de la tradición y sus resultados: una uniformidad cultural cohesionada que entendía como peligrosa la difusión cultural o la transmisión horizontal o lateral. El resultado fue una peculiar ceguera cultural y la condena de la élite intelectual a la sensibilidad excesiva sobre las formas de vida ajenas.
El punto fijo, la roca sobre la que construir el humanismo tras la pérdida de sus antiguos anclajes, fue la cultura. Pero esta construcción era inestable y ya no existía la permanencia de las categorías en el tiempo. Era necesario algo más que unas simples normas morales que mantuviesen alejado el caos, era necesario un sistema. Aquí podemos apreciar un nuevo desplazamiento metafórico, desde las instituciones creadoras de orden la fábrica, la escuela o la cárcel y asimismo desde el aporte del Estado moderno con su programa de cultura nacional homogénea, que en la sociología ortodoxa se equiparaba a sociedad en el marco territorial sometido al Estado. Foucault (2009) demuestra que la escuela no difiere en su organización o estructura de las instituciones modernas creadoras de orden, únicamente en la función que se le atribuye. En opinión de Bauman (2001, p. 163):
“Todas estas invenciones modernas, independientemente de las funciones que se les atribuyese, eran también (y quizá ante todo) fábricas de orden, instalaciones industriales que producían situaciones en las que la regla sustituye al accidente y la norma toma el lugar de la espontaneidad; […]. Todas estas invenciones modernas, además, se aplicaban a la tarea de establecer el orden de una forma muy similar,”
Como vemos, la construcción del concepto de cultura se cimenta en una profunda dicotomía; por un lado un espíritu humano y creador que permite, mediante el trabajo, generar la excelencia, encontrar nuevos caminos, mientras que por el otro lado comienzan a aparecer los primeros atisbos de la noción antropológica de cultura. El primer discurso es rompedor y antisistémico y presenta a la cultura como resistencia las normas y creación extraordinaria. Es, no obstante, una propiedad, se puede poseer o no, aunque en todo caso es la posesión de una minoría. La gran mayoría verá la cultura como un “don” que podía llegar a aprender a apreciar, sin dejar de ser receptores pasivos de la creatividad: lectores, oyentes o espectadores. El segundo discurso nos muestra a la cultura como creadora de orden, regularidad y modelo, es decir, como un sistema coherente de normas interiorizadas, de hábitos que garanticen la repetición de conductas individuales, lo que la convierte en predecible y la dota de carácter nomotético, que aseguren su continuidad en el tiempo, la “mêmeté” de Paul Ricoeur (1982). Y aquí cumple la cultura con esa gran tarea de sustituir el orden divino que regía en la sociedad medieval, naturalizar un orden artificial construido por el hombre. Estos dos conceptos de cultura se han enfrentado a lo largo del tiempo, uno explica la tradición y el cambio, el otro la permanencia y la tradición. Uno es sistémico, mientras que el otro la representa como (Bauman, 2002; Pág. 50) “una matriz de posibles permutaciones, un conjunto nunca completamente en marcha y siempre lejos de estar completo”, una permanente invitación a la construcción y el cambio.
Las tradiciones de pensamiento ya mencionadas “civilisation”, “bildung” o “refinement”, sirvieron de base, aunque con una gran debilidad estructural, a las que podríamos denominar tres teorías de la cultura, la francesa, la alemana y la inglesa.
Pero esta clasificación sólo puede suponer una aproximación como afirma Kuper (2001, p. 23-24)
“Son etiquetas improvisadas, prefabricadas, para construcciones complejas que están sujetas a toda una variedad de transformaciones estructurales, viéndose periódicamente reducidas a piezas para reensamblarlas, de acuerdo con nuevos patrones, adaptarlas, anunciar su muerte, revivirlas, rebautizarlas o ponerlas al día. Pero por groseras que sean estas clasificaciones, proporcionan una primera orientación.”




[1] En Derecho romano se entiende por auctoritas una cierta legitimación socialmente reconocida, que procede de un saber y que se otorga a una serie de ciudadanos. Ostenta la auctoritas aquella personalidad o institución, que tiene capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. Si bien dicha decisión no es vinculante legalmente, ni puede ser impuesta, tiene un valor de índole moral muy fuerte. El término es en realidad intraducible, y la palabra castellana "autoridad" apenas es una sombra del verdadero significado de la palabra latina.
El concepto se contrapone al de potestas o poder socialmente reconocido.
La fuente de auctoritas fue principalmente el Senado romano, si bien una serie de personalidades importantes también la tenían cuando no ocupaban cargos de magistraturas con potestas. Pero durante el Bajo Imperio la auctoritas derivaba directamente del propio emperador.

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