La
Ilustración se refiere aun movimiento de ideas que se originó, en opinión de
algunos historiadores a partir del siglo XV (Mestre
Sanchis, 2008), pero que se desarrolló, fundamentalmente, en el siglo
XVIII, toma cuerpo en la Inglaterra de Hobbes (1999) y de Locke (1999), Holanda
que recibió a Descartes (2003) que huye de Francia tras suspender la
publicación de su “Tratado del Mundo”,
y Suiza que recibe las enseñanzas de Locke (Trevor-Roper, 2009).
Pasa de
allí a Francia, después a Alemania y posteriormente al resto de Europa (Pacheco, 1975). El término Ilustración, con su
característico fondo de lucha y acción de la luz contra las tinieblas, se
deriva precisamente de esa búsqueda de la luz, y es una traducción del alemán “die Aufklärung” que significa
clarificación, dilucidación (Bobbio, Manteucci,
& Pasquino, 2000), pero con los mismos matices se extiende por Europa como
“The Enlightenment”, “Las Luces”, “L’Illuminazione”, “as Luzes”,
palabras todas que se refieren a una misma rtealidad, pero con matices
distintivos.Efectivamente, los distintos países por los que se extiende,
tienen diferentes niveles económicos, sociales y culturales, limitando el
desarrollo del sistema de ideas y valores que constituye su base (León Sanz, 1989).
Una
característica fundamental de la Ilustración es el rechazo progresivo de los
valores culturales del Antiguo Régimen y una firme creencia en que su
sustitución por otros más acordes a la razón, para la que no hay límites ni
problemas insolubles, lo que se lograría mediante la educación que ilustraría
al hombre, haciéndole abandonar su culpable incapacidad (Kant, 1989). Como establece
Zymunt Bauman (2002;16-17):
“Con la aceleración del ritmo de
cambios, año tras año, el mundo cada vez se parecía menos a Dios, es decir,
cada vez era menos eterno, menos impermeable y menos intratable. En vez de
ello, asumía una forma más y más humana, convirtiéndose, a «imagen del hombre»,
en proteico, veleidoso y titilante, caprichoso y lleno de sorpresas.
De todas formas, el asunto iba más
allá: el rápido ritmo de cambio revelaba la temporalidad de todos los arreglos
mundanos, y la temporalidad es un rasgo de la existencia humana, no de la
divina. Lo que pocas generaciones antes había parecido una creación divina, un
veredicto inapelable ante cualquier tribunal terreno, pasó entonces a ser
sospechoso de esconder la tozuda huella de las empresas humanas, que, tanto si
son correctas como si no, siempre resultan mortales y revocables. Y, si la impresión
no era engañosa, el mundo y la gente que lo habitaba se podían contemplar como
una tarea más que como algo dado e inalterable., Dependiendo de cómo la gente
la abordara, esa tarea se podía llevar a cabo de manera más o menos
satisfactoria. Se podía hacer una chapuza o se podía hacer bien, en beneficio
de la felicidad, la seguridad y el sentido de la vida humana. Para garantizar
el éxito y evitar el fracaso, era necesario empezar por un cuidadoso inventario
de los recursos humanos: ¿qué podía hacer la gente, estirando al máximo sus
facultades cognitivas, su capacidad lógica y su determinación?”
La
configuración moderna del significado de cultura, pese a que ya se observan indicios y
elementos constituyentes del concepto en los inicios del siglo, se posterga en
el tiempo hasta el tercer cuarto del siglo XVIII, como se observa en los países
que, desde los criterios básicos de la Ilustración, inician la modernidad. En
opinión de Bauman (2001; 162):
“La noción de cultura, nacida y
configurada en el tercer cuarto del siglo XVIII (en los fundamentales años que
Kosseleck ha denominado “el paso de montaña”, cuando nacieron también la filosofía
de la historia, la antropología y la estética, todas al unísono para
redisponer la visión del mundo en torno a las ideas y las actividades humanas),
en los países que en aquel momento se encontraban en el umbral de la
modernidad, no fue una excepción a esa regla general. Destinada a una carrera
universal fue, sin embargo, concebida a partir de la experiencia particular de
unas gentes particulares que vivieron en tiempos particulares.
La
Ilustración fue un movimiento cultural de elite, desarrollado por la burguesía
y, este grupo humano impulsa con extraordinario vigor en todos aquellos países
la imperiosa necesidad de realizar un esfuerzo educador, civilizador, formador,
un proceso de enculturación (Bauman 2001; 162):
“El francés civilisation, el alemán
bildung, el inglés refinement (las tres corrientes discursivas destinadas a
fluir unidas hacia el lecho fluvial del discurso cultural supranacional) eran
nombres de actividades (y actividades intencionadas por lo demás). Informaban
sobre lo que se ha hecho y lo que se debería hacer o se hará: hablaban de un
esfuerzo civilizador, de educación, mejora moral o ennoblecimiento del gusto.
Los tres términos transmitían, el sentido de ansiedad y la necesidad de hacer
algo sobre sus causas”
La
intervención se convierte en necesaria, si no lo hacemos, si no actuamos el
mundo se convertirá en un lugar insoportable, donde si permitimos que las
persones actúen dejadas a su libre albedrío presenciaremos actuaciones
brutales, debemos pues, utilizar nuestra razón y nuestra voluntad, generando, mediante el
recurso a nuestra “auctoritas”[1] unos
procedimientos adecuados que permitan el aprendizaje de todos y un progreso generalizado,
en el sentido de avance desde peores a mejores condiciones. Esta formación, o
el saber que la sustenta, encuentran en la cultura el elemento diferenciador que conceptúa como
buenos o malos los enunciados o las actuaciones. Serán buenos en cuanto se ajusten a los criterios
socialmente aceptados en ese entorno. Esta forma de legitimación se obtiene por
el consenso social, y este consenso que permite diferenciar a quien sabe y a
quien no sabe (el ajeno, el extranjero, el otro) es lo que constituye la
cultura de un pueblo. Este criterio educativo, la”civilisation” o el “bildung”
va ocupando, utilizando el término antropológico de enculturación, el “gabinete
vacío”, en expresión de Locke (citado en Harris; 1993, p. 9). No existen
ideas innatas, ni principios lógicos abstractos, ni normas morales de conducta.
La filosofía empirista se caracterizó como afirman Castro Nogueira et alii
(2005; 366) por defender la “primacía de
la experiencia en el conocimiento”.
Los humanos
nacemos, según lo que se conoce como el principio empirista, carentes de todo
conocimiento. Nuestro saber es, por tanto, resultado de una labor de
aprendizaje desde la experiencia sensible (Castro Nogueira et alii (2005; 366/367):
“La mente humana alberga dos clases de
contenido esenciales: por una parte, las impresiones frescas, intensas y
vivaces que proceden de nuestros sentidos a través de la percepción directa, y
por otra, las ideas que proceden de la introspección y que permiten formar
ideas acerca de operaciones tales como sentir, pensar, desear, etc. [...]. Por
otra parte, el empirismo proveía al conocimiento de sentido común y al
conocimiento filosófico-científico de un criterio demarcacionista: todo aquello
que no pueda ser retrotraído a la experiencia sensible debe ser tenido por un
mero ejercicio especulativo y desposeído de sus pretensiones cognoscitivas.”
Se propugna
una división natural de la sociedad entre incultos y cultos, entre aquellos que
debían realizar las labores cotidianas de la vida, los artesanos, aquellos que
realizan su trabajo de forma manual, y quienes se entregaban al estudio, al
cultivo del espíritu. Hasta tal punto que, la Ilustración alemana, eran
posibles dos Ilustraciones, una para hombres vulgares, ilustrados por el
oficio, y la de quienes se ilustraban por las artes y las ciencias. Este hecho,
denunciado como antagonismo entre los artistas, los pensadores, los científicos
y los poetas y los hombres que trabajan con sus manos. Un nuevo antagonismo que
configura la fragmentación del hombre y de la sociedad, la división que se crea
entre hombre y ciudadano, y sus resultados (Marchán
Fiz, 1987):
Las desavenencias entre ambos,
consagradas por la Revolución Francesa en los derechos de L´homme y del citoyen
de 1789, determinan la formación de la teoría del estado y del poder político,
atraviesan la ética burguesa.
Tonnies
(citado en REIS abril junio del 93, p.32 Ignacio Sánchez de la Yncera) nos
habla de la tendencia polarizadora, del contraste entre la unidad de la cultura tradicional medieval, de carácter religioso, y
las diversas tendencias culturales, expresadas muchas veces en lo político, de
las sociedades ilustradas.
En
síntesis, en la concepción ilustrada la civilización europea propicia la
oposición entre naturaleza y cultura pueblos cultos e "incultos", por
lo tanto el viejo continente era la cuna de la cultura y de la civilización,
considerando algunos pueblos más desarrollados que otros, en tanto que los
otros pueblos con catalogados y etiquetas como atrasados e inclusive como
bárbaros o salvajes. Spengler (1993; 164) afirma:
“Entre las dos posibles imágenes del
mundo, en la historia y en la naturaleza, en la fisonomía de todo el producirse
y en el sistema de todo lo producido, imperan, pues, el sino o la causalidad.
Existe entre ellos la misma diferencia que entre el sentimiento vital y el
conocimiento. Cada uno es el punto de partida de un mundo perfecto, concluso,
pero que no es el único posible”.
Este
entramado trasluce una idea universal, pero con un modelo único de conducta: vivir
en un continuo aprendizaje de normas culturales que configuran una serie de de
deberes que, al fijar nuestro concepto de “vida buena” nos protegerán del caos.
Por tanto el objetivo fundamental de la cultura era establecerse como un
sistema donde todos los elementos que lo constituyen tienen una función que
cumplir y encajan en un engranaje perfecto. La sociedad moderna, ilustrada, fue
la única que se contempló a sí misma como empresa de la civilización y actuó de
acuerdo a tal idea.
Esa empresa
civilizadora estaba profundamente impregnada de lo que denominan Castro
Nogueira et alii (2055; 368) interés emancipatorio:
"Por interés emancipatorio nos
referimos a cierta condición estructural del saber en virtud de la cual es
sostenible la creencia en que la reflexión racional, científica, crítica y
desveladora, no sólo permite al hombre acceder a una comprensión superior del
mundo, mostrándole las fuerzas causales
que se ocultan tras la realidad meramente fenoménica y capacitándole para
dominar su entorno, sino también
transformar la realidad por medio del conocimiento (auto)critico. Las
tesis emancipatorias, típicamente ilustradas, entienden que es a través del
conocimiento en general y especialmente a través del conocimiento científico
-entendido como conocimiento crítico y desocultador de la apariencia común y
engañosa de las cosas- como el hombre puede vencer aquellas formas de
dominación enmascaradas en la falsa apariencia y anidadas en el individuo bajo
las formas de la falsa conciencia, el autoengaño, la ideología, el prejuicio,
etc. Este interés emancipatorio podría ser objeto de una larga historia de las
ideas desde la antigüedad a nuestros días; sin embargo, la Ilustración
representa el momento histórico en que, al fraguar algunos de los cimientos de
las incipientes ciencias sociales, el interés emancipatorio se incorporó al
mismo núcleo del pensamiento social. El proyecto ilustrado, racionalista y liberador,
se desarrolló en varias direcciones y encontró en los siglos XIX y XX sus
formulaciones más relevantes e influyentes. No podemos representar esta trayectoria
con detalle. El proyecto emancipatorio fusionó conocimiento y (auto)liberación
y entendió que no puede haber verdadero conocimiento sin que éste desoculte y
remueva los obstáculos de una vida mejor, no sólo más capaz de explicar y
dominar la realidad, sino también más humana, más justa, más autoconsciente y
autodeterminada."
Estos contenidos del concepto se mantuvieron estables
durante un tiempo relativamente largo y quizás, si observamos algunas actitudes
con el soporte ideológico que conllevan, sigan vigentes. El modelo único de
conducta que podemos definir, siguiendo a Bauman, como “concepto jerárquico de cultura” establecía que la satisfacción de
las necesidades humanas sólo se podía conseguir de una forma; la historia de la
humanidad es la historia de ese progreso y por tanto el término cultura sólo
podía ser utilizado en singular. El fin de la historia argumentado por Fukuyama
(1994), aunque matizado después, puede constituir un claro ejemplo de la
vigencia del concepto jerárquico de cultura, estructurado desde el modelo
liberal de democracia formal y que debe ser exportado a todos los países.
Pero
no podemos olvidar que la construcción del concepto de cultura se gestiona en
base a la pérdida del orden permanente fijado por Dios, sustituyéndolo por una
nueva visión filosófica que entiende el mundo como una creación del hombre. En
palabras de Carroll (citado por Bauman; 2002, Pág. 17):
“[…] intentaba reemplazar a Dios con
el hombre, poner al hombre en el centro del universo. […] Su ambición era
hallar un orden humano en la tierra, un orden en el que prevalecieran la
libertad y la felicidad, sin apoyos trascendentales ni sobrenaturales, un orden
enteramente humano. Pero si el individuo humano tenía que convertirse en el
punto fijo del universo, necesitaba tener algún sitio sobre el que permanecer
sin que se tambaleara bajo sus pies.”
Pero
esa articulación de un orden permanente tenía, además del orden fijado por
Dios, sólidos cimientos en Aristóteles. Cada forma, cada categoría social establece
una lucha por su perfección, lo que implica movimiento, pero no se admitía el
cambio de categoría. Se consideraba buena la transmisión vertical de rasgos a
lo largo de la escala temporal y el mantenimiento de la tradición y sus
resultados: una uniformidad cultural cohesionada que entendía como peligrosa la
difusión cultural o la transmisión horizontal o lateral. El resultado fue una
peculiar ceguera cultural y la condena de la élite intelectual a la
sensibilidad excesiva sobre las formas de vida ajenas.
El
punto fijo, la roca sobre la que construir el humanismo tras la pérdida de sus
antiguos anclajes, fue la cultura. Pero esta construcción era inestable y ya no
existía la permanencia de las categorías en el tiempo. Era necesario algo más
que unas simples normas morales que mantuviesen alejado el caos, era necesario
un sistema. Aquí podemos apreciar un nuevo desplazamiento metafórico, desde las
instituciones creadoras de orden la fábrica, la escuela o la cárcel y asimismo
desde el aporte del Estado moderno con su programa de cultura nacional
homogénea, que en la sociología ortodoxa se equiparaba a sociedad en el marco
territorial sometido al Estado. Foucault (2009) demuestra que la escuela no difiere en
su organización o estructura de las instituciones modernas creadoras de orden,
únicamente en la función que se le atribuye. En opinión de Bauman (2001, p. 163):
“Todas estas invenciones modernas,
independientemente de las funciones que se les atribuyese, eran también (y
quizá ante todo) fábricas de orden, instalaciones industriales que producían
situaciones en las que la regla sustituye al accidente y la norma toma el lugar
de la espontaneidad; […]. Todas estas invenciones modernas, además, se
aplicaban a la tarea de establecer el orden de una forma muy similar,”
Como
vemos, la construcción del concepto de cultura se cimenta en una profunda
dicotomía; por un lado un espíritu humano y creador que permite, mediante el
trabajo, generar la excelencia, encontrar nuevos caminos, mientras que por el
otro lado comienzan a aparecer los primeros atisbos de la noción antropológica
de cultura. El primer discurso es rompedor y antisistémico y presenta a la cultura
como resistencia las normas y creación extraordinaria. Es, no obstante, una
propiedad, se puede poseer o no, aunque en todo caso es la posesión de una
minoría. La gran mayoría verá la cultura como un “don” que podía llegar a aprender a apreciar, sin dejar de ser
receptores pasivos de la creatividad: lectores, oyentes o espectadores. El
segundo discurso nos muestra a la cultura como creadora de orden, regularidad y
modelo, es decir, como un sistema coherente de normas interiorizadas, de
hábitos que garanticen la repetición de conductas individuales, lo que la
convierte en predecible y la dota de carácter nomotético, que aseguren su
continuidad en el tiempo, la “mêmeté” de Paul Ricoeur (1982). Y aquí cumple la
cultura con esa gran tarea de sustituir el orden divino que regía en la
sociedad medieval, naturalizar un orden artificial construido por el hombre.
Estos dos conceptos de cultura se han enfrentado a lo largo del tiempo, uno
explica la tradición y el cambio, el otro la permanencia y la tradición. Uno es
sistémico, mientras que el otro la representa como (Bauman, 2002; Pág. 50) “una matriz de posibles permutaciones, un
conjunto nunca completamente en marcha y siempre lejos de estar completo”,
una permanente invitación a la construcción y el cambio.
Las tradiciones
de pensamiento ya mencionadas “civilisation”, “bildung” o “refinement”,
sirvieron de base, aunque con una gran debilidad estructural, a las que
podríamos denominar tres teorías de la cultura, la francesa, la alemana y la
inglesa.
Pero
esta clasificación sólo puede suponer una aproximación como afirma Kuper (2001,
p. 23-24)
“Son etiquetas improvisadas,
prefabricadas, para construcciones complejas que están sujetas a toda una
variedad de transformaciones estructurales, viéndose periódicamente reducidas a
piezas para reensamblarlas, de acuerdo con nuevos patrones, adaptarlas,
anunciar su muerte, revivirlas, rebautizarlas o ponerlas al día. Pero por
groseras que sean estas clasificaciones, proporcionan una primera orientación.”
[1] En Derecho romano se
entiende por auctoritas una cierta legitimación socialmente
reconocida, que procede de un saber y que se otorga a una serie de ciudadanos.
Ostenta la auctoritas aquella personalidad o institución, que tiene
capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión. Si bien
dicha decisión no es vinculante legalmente, ni puede ser impuesta, tiene un
valor de índole moral muy fuerte. El término es en realidad intraducible, y la
palabra castellana "autoridad" apenas es una sombra del verdadero
significado de la palabra latina.
El concepto se contrapone al de potestas o poder socialmente
reconocido.
La fuente de auctoritas fue principalmente
el Senado romano, si bien una serie de personalidades importantes también la
tenían cuando no ocupaban cargos de magistraturas con potestas. Pero
durante el Bajo Imperio la auctoritas derivaba directamente del propio
emperador.
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