Los diversos historiadores no se ponen de acuerdo sobre el “nacimiento del
nacionalismo” o sobre su origen, Smith (2000; pág. 52-53) nos dice.
“Kohn hablaba de la Revolución Inglesa, Cobban optó por las postrimerías
del siglo XVIII y lo relacionaba con la partición de Polonia y la
Revolución Americana, mientras que Kedourie situaba el nacimiento en el
año 1807, año en el que se publican los
Discursos a la Nación Alemana, de Fichte. Sin embargo, la mayoría aceptaba que los inicios había que
buscarlos en la Revolución Francesa, que sería así, como evento y como
período, la primera manifestación plena del nacionalismo, vinculándolo
además firmemente a los movimientos cívicos y democráticos que ya se daban
en la Europa de aquellas fechas”.
Como vemos los estudios, en un principio, se centran en Occidente y en la
Ilustración, una manifestación característica del
Zeigeist vinculada a la
modernidad europea.
No obstante, otros autores como De Julios-Campuzano (2000; pág. 105)
vinculan el fenómeno con la reacción contramoderna del siglo XIX que el
autor relaciona con el Romanticismo y que entiende como “la afirmación excluyente de una identidad colectiva de carácter étnico o
cultural”.
En esta misma línea se define Gellner (Naciones y Nacionalismo Volumen 532 de Alianza Universidad Autor
Ernest Gellner Edición ilustrada, reimpresa EditorAlianza, 1988)
para el que la justificación teórica del nacionalismo tiene sus orígenes en
la reacción a los principios más profundos de la Ilustración, el
racionalismo y el universalismo. Para Gellner el nacionalismo acompaña al
cambio que la modernidad y la industrialización generaban en la sociedad. Es
pues, una fuerza que podemos caracterizar como revolucionaria, en la medida
en que genera, a partir de 1848, una disgregación de los antiguos imperios
con motivaciones fundadas en el idioma, la religión, las etnias y, en
definitiva, la cultura, promovida por la ola de modernización e industrialización que se
extendía, rompiendo los débiles lazos que integraban los escasamente
centralizados imperios.
Pero quizás sea el momento adecuado para intentar una definición de
nacionalismo que nos sirva de guía en nuestro acercamiento. Y, para ello,
vamos a utilizar el trabajo de Ors, presentado en el Congreso Internacional
sobre “Ilustración y Nacionalismo” celebrado en el Museo Valenciano de la
Ilustración y la Modernidad (Cosmopolitismo y nacionalismo: De la
Ilustración al mundo contemporáneo Editor Gerardo López Sastre Editor
Universitat de València, 2011; Pág. 192):
“El nacionalismo es un principio político según el cual la semejanza
cultural es el vínculo social básico y los principios de autoridad
adquieren legitimidad cuando se fundamentan en esa cultura compartida.
Dicho en términos políticos, el nacionalismo postula la coincidencia entre
la unidad política y la unidad cultural, lo que en lenguaje nacionalista
es la nación. […]. La falsa conciencia les lleva a firmar la naturalidad
de ese principio, les parece natural e incluso universal y en ese sentido
válido; como ideología, para los defensores del nacionalismo estaría
basado en la auténtica identidad humana”
Vemos aparecer uno de los hechos culturales menos pacíficos de la discusión
cultural actual: la cuestión identitaria. La identidad no constituyó ningún
problema cuando la pertenencia se consideraba algo natural, sobrevenido, en
definitiva “dado”. Este tipo de identidad fue posible en las antiguas
comunidades previas a la modernidad. Un ser humano puede pertenecer a un
grupo que no puede ser mayor que su propia red de interactuaciones
personales, pero debe identificarse con una totalidad imaginada. Esta
identidad constituye una tarea que exige esfuerzo y que puede ser concebida
como un aprendizaje. (Bauman, 2002; Pág. 52)
“El signo de la modernidad es el incremento del volumen y del alcance de
la movilidad, con lo cual, inevitablemente, el peso de lo local y de sus
redes de interactuación se debilita. Por la misma razón, la modernidad
también es una época de totalidades supralocales, de comunidades
imaginadas aspirantes o sostenidas por el poder, de construcción de
naciones y de identidades culturales fabricadas, postuladas y
edificadas”
Ese nacionalismo que construía naciones, apoyándose en culturas
preexistentes aunque modificándolas e incluso destruyéndolas encontró, en
las categorías étnicas, un excelente limes, una frontera que protegía el
contenido cultural unificador de la nación. En palabras de Barth (Ethnic groups and boundaries: the social organization
of culture difference Autor Fredrik Barth
Editor Fredrik Barth
Edición ilustrada, reeditada Editor Waveland Press, 1998):
“Las categorías étnicas proporcionan un recipiente organizativo al que se
le pueden atribuir contenidos y formas variados en sistemas
socioculturales diferentes. Pueden ser enormemente relevantes por lo que
se refiere al comportamiento, pero no tienen por qué serlo; pueden
impregnar la vida social o pueden resultar significativas únicamente en
ciertos sectores de la actividad. […] es la frontera étnica la que define
al grupo, no el relleno cultural que encierra”
Ahora bien, el nacionalismo en su configuración de Estado-Nación eligió la
opción que impregnaba toda la vida de la nueva comunidad, procurando limitar
los grupos minoritarios dentro de esa gran comunidad nacional que construía.
La existencia del propio grupo y del Estado-Nación se fundamentaba sobre la
creación de fronteras claras y nítidas que separaran su identidad de otras
identidades, si bien, como podemos deducir tales fronteras son artificiales
y apoyadas sobre elementos geográficos fácilmente discernibles para hacerlas
más patentes.
Así pues había que dotar de contendido cultural al grupo que permanecía
dentro de las fronteras y la cultura era el elemento fundamental que iba a
cohesionar al grupo. La cultura y la educación, ese esfuerzo que la
Ilustración extendió por toda Europa, se convierten en el fundamento de la
naciente sociedad industrial que obtiene del nacionalismo su configuración
política y redimensiona Europa. La industria, la modernidad necesita
personas educadas, si en el Antiguo Régimen y su sociedad agraria los
individuos aprendían a medida que realizan su labor, la fábrica necesita una
preparación anterior, el estudio en la escuela que preparaba al individuo
para el trabajo y al mismo tiempo lo convertía en ciudadano de los nuevos
estados-nación. Y la escuela, opinaba Gellner (1988) debía ser
nacional.
Al mismo tiempo aparecen conceptos como el de “masas” que reflejan la
tendencia homogeneizadora de los nacionalismos, su radical ambición de
disolución de las variadas identidades locales en una identidad común a
través de la instrucción, del control y, llegado el caso extremo, de la
coerción. Este proceso homogeneizador, que se instrumenta a través de la
cultura y la educación, necesita autoridad, guías que ayuden a las masas a
salir de su estado de incapacidad, en palabras de Renan (citado por Bauman
2002; Pág. 55):
“Las masas son onerosas, groseras, están dominadas por una concepción
superficial de sus propios intereses. […] imbéciles o ignorantes se pueden
unir, pero nada bueno puede surgir de su unión. […] No hay duda de que el
espectáculo del sufrimiento de los pobres es lamentable. Admito, sin
embargo, que me causa infinitamente menos dolor que la visión de la gran
mayoría condenada al provincialismo intelectual”.
La conclusión parece evidente, el nacionalismo en su proceso de creación de
la nación, que como afirma acertadamente Nietzsche (Mas allá del bien y el
mal. Alianza 2001) es más una res facta que una res nata, debe convertir a
las masas, elevar su espíritu, pero evitando cuidadosamente que se
convirtieran en sujetos autónomos ya que duda de su capacidad de elección,
es necesario un guía, un orden que convierta en previsible y adecuada su
actuación y este instrumento de sistematización del orden no fue otro que la
cultura.
Gracias a "La alacena de las Ideas" por la imagen
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