Francia unifica la acción civilizadora, humana y acumulativa en el camino del progreso. Esta idea se va construyendo a lo largo del siglo XVIII fundamentalmente como oposición a las teorías del “ancien régime” conformando las bases de un pensamiento evolucionista popular que caló entre las clases medias francesas.
Efectivamente, la filosofía ilustrada generó una visión evolucionista de la historia que puso en cuestión el antiguo esquema del medievo. El origen lo encontramos en Francia, en autores como Condorcet, Turgot, Voltaire o Montesquieu, donde la creciente debilidad de las clases sociales frente al poder absolutista pudo servir de acicate para generar el amplio debate que se produjo. Condorcet estableció en su obra fundamental, “Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del ser humano”, una línea de progreso en el ser humano con nueve etapas, esbozando una décima donde los seres humanos alcanzarían la perfección. Es decir, debemos entender la evolución en el sentido de cambio de una forma a otra (Harris; 1993), un concepto simple, que estaba muy alejado del concepto biológico de evolución, como lo prueban las resistencias mostradas a las teorías evolucionistas (Darwin, 1992).
Son varias las ideas de la Ilustración que se encuentran en el trasfondo de la “civilisation”. Una de ellas afirma la “unidad psíquica” de los seres humanos. Todos los grupos humanos compartían las mismas emociones básicas desde un mismo nivel y tipo de inteligencia. Eso a pesar de que los individuos que formaban parte de esos grupos fuesen totalmente distintos. Desde esta base, era lógico pensar que no debían existir barreras biológicas que fuesen un impedimento para que cualquiera de esos grupos humanos se beneficiase de los nuevos conocimientos que la ciencia y la razón iban acumulando o, que contribuyesen al desarrollo común de la humanidad. Todos, por tanto pueden ser civilizados, desde su visión más etnocéntrica, los franceses, los líderes de la civilización, tenderán a identificar su civilización con la cultura universal y hay que confiar en la victoria final del progreso. Las diferencias culturales son explicables, en opinión de Locke, en términos geográficos y climáticos, que ya fueron formuladas en Hipócrates o Polibio, Polión, o los geógrafos árabes Ibn Idrisi o Ibn Jaldún (citados en Harris, 1993). Aunque también cabían explicaciones más simples: accidentes históricos. Ahora bien, esa visión más etnocentrista, no refleja la totalidad del pensamiento ilustrado, existe una corriente que tiende a explicar las diferencias socioculturales como consecuencias de la razón. “[…] lo que dirige la historia es la elección inteligente y racional del hombre” (Harris; 1993, p- 35).
Por otra parte la característica fundamental de la historia humana era el progreso. El cambio, era entendido como continuado, continuo no episódico y estaba basado en causas naturales, quedaba lejos la idea medieval que consideraba inconcebible el progreso sin la intervención divina. Y en ese enfrentamiento cultura naturaleza había que actuar adquiriendo control sobre la naturaleza.
Aunque con excepciones, los filósofos ilustrados consideraban que el progreso era inevitable, incluso una ley natural, y que éste conllevaría la génesis de una serie de conceptos que permitirían la explicación del cambio social. El progreso se convirtió en una metarrelato justificador de la modernidad, pues no solamente afectaba al desarrollo tecnológico sino que, en su opinión, resultarían afectadas la organización social, la religión o la política. Estos cambios serían afines y consecutivos en la única posible línea de desarrollo. Entonces, si existe unidad psíquica y el único camino posible está marcado, todas las sociedades que se encuentren en un mismo nivel de desarrollo deben encontrar soluciones similares para sus conflictos y su cultura evolucionará de forma paralela.
El progreso mejora la condición humana, no modificándola ya que se mantiene la idea cristiana de una naturaleza inmutable, sino simplemente eliminando la ignorancia mediante la educación y permitiendo que la razón regule el comportamiento. Condorcet afirmó que la cultura “puede mejorar a las propias generaciones y que el perfeccionamiento en las facultades de los individuos es transmisible a sus descendientes” y, como afirma Diderot en su carta a Catalina de Rusia “Plan de una universidad oficial rusa”, enseñar es civilizar. D’Holbach en su libro “Elementos de la Moral Universal o Catecismo de la Naturaleza” (1820, p. 32-33) afirma:
“Entiéndese por educación el arte de hacer al hombre que contraiga en su infancia los hábitos que pueden contribuir á su felicidad: educar á uno, es hacerle que haga esperiencias, y habituarle á que juzgue según ellas: si la educación es buena, el hombre se hace razonable, y si la educación es descuidada, sale todo lo contrario”.
Rousseau utiliza cultura como sinónimo de formación individual y con connotaciones negativas (1990, p. 265), ya que como claro defensor de la naturaleza se posiciona junto a ésta en la oposición cultura-naturaleza:
“Este estudio de los varios pueblos en sus apartadas provincias, y en la secillez de su índole general, ofrece una observación general muy concordante con mi epígrafe, y que consuela mucho el corazón humano; y es que, observadas así todas las naciones, parece que son más apreciables: quanto más a la naturaleza se acercan, mas domina la bondad en su carácter; sólo encerrandose en las ciudades, y alterándose á poder de cultura, se depravan, y convierten en perniciosos y agradables vicios algunos más toscos que dañosos defectos.”
No obstante, Rousseau sostenía que la educación tenía tal capacidad que permitía la transición del estado animal al hombre. Ahora bien, como nos dice Kant (1989, p. 25), la Ilustración:
“Es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y de valor para servirse por si mismo de ella sin la tutela de otro.”
En virtud de esa culpabilidad, la necesidad de orden era evidente y la escuela se configuró como fábrica de orden. La unión entre educación, cultura y civilización conformó la cultura como sistémica (Bauman; 2001, p. 164)
“Como en el caso de cualquier fábrica de orden, el estado supremo previsto para la cultura era el de un sistema, donde todo elemento tiene una función que cumplir, donde no se deja nada a la casualidad, ningún elemento se deja solo, sino que encaja, forma equipo y coopera con el otro; donde el choque entre los elementos sólo puede derivar de un error de diseño o construcción, de la negligencia o el defecto; y que sólo deja espacio para aquellas normas de conducta que desempeñan una función útil para ayudar a obtener el modelo de orden previsto.”
Por tanto, un criterio de acción, educativo, universal, jerárquico, sistémico y evolutivo caracterizó la aportación, en alguna medida todavía viva, de la Ilustración en Francia a la construcción del concepto de cultura. Pero era evidente que sólo podía referirse a la cultura en singular, en cuanto universal y extensible a toda la humanidad.