Hay términos, y el de
cultura lo es, que generan una gran cantidad de literatura en sus alrededores,
y además esta literatura no es pacífica. Son múltiples las disciplinas que se acercan
y pretenden definirla, pero curiosamente, desde las aulas, desde la visión
educativa se asumen diferentes conceptualizaciones, con una sensación más bien
de azar, porque el foco del interés se centra en la interculturalidad y su
práctica educativa. Esta situación conlleva que algunas propuestas se
estructuren desde conceptualizaciones de la cultura estáticas que no contemplan
su vitalidad, su reconstrucción diaria, generando actuaciones limitadas que, en
la mayoría de los casos, no pasan de una visión superficial, limitada a facetas
concretas, sin que se produzca un verdadero diálogo. Probablemente sea
necesario acercarnos a las distintas definiciones de cultura hechas desde los
distintos ámbitos académicos que la abordan, pero quizás, la mejor
aproximación, sobre todo si intentamos acercarnos a su mayor valor para la
educación, sea la realizada desde la antropología que, comenzó su andadura en
el siglo XIX como ciencia de la historia, a raíz de los éxitos que el método
científico, impulsado por la Ilustración, había obtenido en los campos de la
física y la biología, llegando a pensar que era posible descubrir y descubrir
las leyes universales que gobernaban los fenómenos socioculturales (Harris, 1993).
Ahora bien, tras dos
siglos de recorrido, la antropología no encuentra una definición común que sea pacífica,
como afirma Harris (2000, p. 17):
“El único ingrediente fidedigno que contienen las
definiciones antropológicas de la cultura es de tipo negativo: la cultura no es
lo que se obtiene estudiando a Shakespeare, escuchando música clásica o
asistiendo a clases de historia del arte. Más allá de esta negación impera la
confusión.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario